Hace un tiempo estaba en Patronato en un restaurante de comida vietnamita, y me quedé un rato contemplando la decoración y la música de fondo que intentaban emular a que uno estaba en aquel país. En ese momento sentí que, si bien era bonito, no era necesario ni la música, ni las fotos, ni las plantas de plástico, ni los banderines. Porque yo ya estaba viajando desde el momento en que me engullía esa sopa Phở y trataba de ponerme en el lugar de la cultura que inventó esa cocina, de quienes sienten esos olores a la hora de comer cuando caminan por el barrio, de quienes deben decidir cómo mezclar los sabores de los alimentos que los rodean, de quienes deben tener la creatividad para encontrar el equilibrio entre los sazones y hacer feliz a un comensal.
Eso es la comida para mí, el resultado de un acto de creatividad para hacernos felices a través de lo más cotidiano, y que nos permite desarrollar la empatía al ponernos en el lugar de una persona lejana, geográfica y culturalmente. Se suele relacionar la comida con el viaje, pero incluso si la vida no te presenta las oportunidades de viajar físicamente puedes hacerlo en el momento en que te atreves a acercarte a otra cultura, a través de su gente, a través de su comida. “Si tuviese que defender cualquier cosa, sería el movimiento. Hasta donde puedas, tanto como puedas. Al otro lado del océano, o simplemente al otro lado del río. Ponerte en la piel de otra persona o al menos comer su comida. Es una ventaja para todos” decía Anthony Bourdain al respecto.
Y es por ese amor por hacia la comida y toda la cultura que la rodea, que la muerte de Bourdain me ha tocado muy profundamente, pues más allá de ser un tipo buena onda que caía bien, influyó fuertemente en mis reflexiones respecto a lo que amo de probar comidas, cocinar, y aprender sobre cocinas del mundo. Para muchos Bourdain era un tipo con muy buena suerte que tuvo el privilegio de que le pagaran por viajar por el mundo, pero su discurso iba más allá del viaje, de esa experiencia anhelada que no todos tienen la oportunidad de vivir. El viaje que Bourdain enseñaba no tenía que ver con eso, tenía que ver con atreverse a echarse algo nuevo en la boca, en atreverse a cambiar la tradicional receta de tu familia buscando un nuevo sabor y a la vez en tener la capacidad de apreciar ese plato sencillo “comfort food”: una marraqueta con mantequilla, un arroz con huevo frito.
Hace un tiempo una persona me discutía que la pasión por la comida era algo de burgueses, algo de aquellos que podían pagarse un buen restaurante. En esa misma época me estaba leyendo “Viajes de un chef”, libro que me marcó y me permitió entender mi propia pasión por la comida, y había un capítulo en que Bourdain hablaba de un plato que era hoy una exquisitez en los restaurantes más finos pero que había surgido en la pobreza, en un lugar donde los pobres sólo tenían acceso a los restos del animal, a aquellas partes que no sabían bien, y que quién quería alimentar a sus hijos debía lograr que quien lo comiera lo disfrutara. Esa es la historia de la mayor parte de la cocina, los platos más refinados que hoy conocemos nacen de la creatividad ante la precariedad. Ese es el antes y después que marca en los medios, Bourdain le quita la cocina a las elites, la idea que predominaba en los medios masivos de que comer bien se trataba de pagar mucho, y vuelve a la idea que la mejor de las comidas está en la calle, al interior de las casas más humildes, que la mejor de las comidas está donde está la gente.
La lectura de sus libros y sus series marcan también un antes y un después para mí, me permitieron descubrir mi propia pasión por las culturas culinarias, y no avergonzarme a la hora de expresar esto.
“Tu cuerpo no es un templo, es un parque de atracciones. Disfruta el viaje”
Gracias Bourdain por tanto. Y lo comido y lo bailado no te lo quita nadie.
*Ilustración de Oficinismo