El resplandor ambarino de las luces de la calle fue testigo, yo lo vi, tú lo viste. Estábamos esperando desde hace un tiempo, pero no nos habíamos dado cuenta. Dicen que fue una niña, aunque pudo haber sido un niño también, lo importante es que empezó y nadie lo pudo parar, pero cuando la primera gota de sangre cayó al suelo, allá en la Estación Central, se escuchó un grito que llevaba varios años atorado en las gargantas.
Y salimos y nos vimos, ahí estábamos, yo te vi, tú me viste, nos miramos. Con una olla en la mano, con una cuchara de madera. Estaba el matrimonio viejo de la esquina, esos que tienen un hijo discapacitado y que saben que cuando ellos se mueran nadie se los va a cuidar. La señora que cojea un poco porque se quebró una pierna y le pusieron mal un perno en el hospital. Está el tipo ese que tiene tres hijos grandes y trabaja en tres partes para poder pagarles la universidad. El pastero que tiene cinco perros y que hace poco se le quemó la casa porque se durmió curado. El haitiano que llegó hace unos meses, con su pareja y su guagua tan re linda. El matrimonio que tiene puros gatos y las dos amigas que viven juntas y no quieren que se sepa que son pareja, pero igual se sabe. Estábamos todos.
Los niños intentaban bailar al ritmo, los viejos se turnaban con la olla porque se cansaban, algunos se desabrochaban el nudo de la corbata, daba lo mismo. Lo importante es que nos vimos; tras veinte años viviendo en la misma calle, por fin nos vimos.