¡Que vivan esos ladrones!

Las mejores historias son las que tienen una base en la realidad, aunque sea la más mínima conexión con lo concreto y lo cierto, se vuelve una historia mucho más atractiva. Partamos, entonces, por un barniz de realidad sobre quien escribe; soy un nuevo profesor viejo, entré tardíamente a la pedagogía e ingresé a las aulas con las sienes plateadas, quizás por eso soy más sensible. Hay una relación entre la facilidad lagrimal y la edad masculina que nadie ha querido estudiar; y aunque en general siempre he sido más llorón que un paco retirado, trato de mostrarme rudo en la sala porque si te descuidas un poco y los alumnos ven una debilidad en ti, sonaste; la van a aprovechar hasta el fin de los tiempos. Incluso se lo comentarán a los alumnos nuevos y por todos los años venideros, no podrás imponer la autoridad en la sala.

Resulta que trabajo en un colegio complicado. Es un eufemismo para decir que las salas están abarrotadas de muchachos inquietos que tienen problemas en su casa que son mucho más importantes que la morfología sintáctica o que las causas de la guerra de Crimea. Dije guerra a propósito; cada clase es una guerra.

Entrar, buenos días, dejar el libro, ver que niñas se están maquillando, quienes están peleando, cuantos teléfonos encendidos, cuantos mirando, nadie se pone de pie, no, nadie, nunca, ya no. Repites con voz grave buenos días y pones una mirada más dura, más de paco, pero no retirado. Paseas entre los puestos que guarde esto, que se siente derecho, que mire hacia acá

De pronto, una sonrisa, no es la típica de “que no nos pille el profesor” o la del chiste que no entenderías ni aunque te lo expliquen. Es una sonrisa real, de verdad de esas que iluminan una sala llena de adolescentes hiperactivos con ánimos de no hacer nada. Hay un par de ojitos con ese brillo especial, de sonrisa plena, aquella que tiene toda la piel brillando en un fulgor visible para los que quieren ver. ¡Y vaya que quiero ver! Necesito ver una sonrisa así más seguido.

Tres pasos y veo entre sus manos un rectángulo conocido; he visto esos colores, ese diseño, esas letras. Es mi libro. Mío, salido de mi cabeza de sienes plateadas, de mis dedos gordos de boxeador jubilado. Ese libro que 75 mil palabras y fracción que escribí y del cual se hicieron 300 copias que andan por ahí en algunas librerías.

Te pide que lo firmes, estás evitando el puchero porque la garganta te tiembla, hay un orgullo de mierda que es imposible de eludir. Pero luego te preocupas porque sabes que tus alumnos tienen carencias y gastar en un libro, aunque es muy lindo leer, puede ser un gasto superfluo que costó un par de almuerzos, así que averiguas.

La sonrisa se estira más, ahora son sus ojos los que tienen orgullo. Se hincha el pecho y con orgullo dice. “No lo compré, mi papá se lo robó de la imprenta donde trabaja, siempre me trae libros porque cuando tienen una falla los botan. Revisando los que me trajo el fin de semana, vi que había uno de los suyos”.

Firmo mi libro con un mal corte en la portada que no altera en nada su contenido. Coloco un mensaje que intenta ser pedagógico junto a la firma y me tomo unos segundos para dejar pasar esa pelota que molesta mi garganta y amenaza con humedecer mis ojos. Hay una clase por hacer, contenidos que revisar, una pauta que seguir. De vez en cuando me detengo a pensar y agradezco que haya ladrones así, que aprovechen los vicios de un sistema que busca réditos de todas las formas posibles y que al haber una falla minúscula en el “producto” que se convirtió tu libro, lo convierten en algo distinto. Una bendita metamorfosis de producto a botín preciado.

Aún hay patria ciudadanos ¡Que vivan esos ladrones!